Lo que la IA nunca podrá renderizar
- Daniel López
- 16 abr
- 4 Min. de lectura
Esta reflexión surgió una tarde en una cafetería, mientras observaba al barista preparar dos tazas de café. Al final, sobre la espuma de una sirvió una flor y, sobre la otra, un oso; ambos dibujados con leche. Claramente —aunque lo parecía— no debía ser nada fácil. Estaba seguro de que lograrlo requería cursos, técnica y horas de práctica.

Entonces me pregunté: ¿por qué tanto esfuerzo en un dibujo que desaparecerá en el primer sorbo?
Es ahí donde comenzó mi búsqueda de la intención.
Todos los trabajos existen porque tenemos necesidades humanas. Pero muchas veces solo pensamos en las físicas: alimentarnos, vestirnos, movernos. Y olvidamos que también somos mente y alma… o eso que nos hace humanos.
Una máquina puede preparar un café perfecto, pero aun así, seguimos disfrutando el ritual: entrar a una cafetería, percibir los aromas, ver cómo se prepara el café.
Eso es lo que ha llevado a muchos baristas a perfeccionar su oficio: no solo para cumplir una función, sino para ofrecer una experiencia. Una con la intención de hacer sentir, pensar, reflexionar o simplemente reír al ver un oso en nuestra taza de café.
Y valoramos tanto el gesto, que pagamos con gusto el sobrecosto de ese café.
Esa búsqueda de sentido, de intención, no es exclusiva del café. Es parte del trabajo humano en todas sus formas. Las herramientas nos han ayudado a dejar atrás la repetición para enfocarnos en lo que realmente importa: la parte del trabajo que solo puede hacer una persona.

A lo largo de la historia, encontramos múltiples momentos en los que la innovación tecnológica fue vista como una amenaza. Épocas en las que el miedo al cambio impedía ver hacia el futuro. Pero una y otra vez, el progreso terminaba por imponerse.
Un ejemplo claro fue la Revolución Industrial de 1760, considerada por muchos como la guerra de la máquina contra el artesano. El paso de una economía agraria y manual a una industrial trajo consigo el despojo de muchos empleos tradicionales. Pero también permitió que la producción de alimentos fuera más eficiente, alimentando a una población en crecimiento y dando paso a una explosión demográfica sin precedentes.
Este cambio impulsó la migración del campo a la ciudad, y con ella, el nacimiento de nuevos oficios. La fabricación acelerada de acero facilitó la construcción de grandes edificios y obras emblemáticas como la Torre Eiffel. Lo que en su momento parecía el fin del trabajo artesanal, terminó por abrir el camino a nuevas formas de vida urbana, técnica y creatividad.
Más cercano a nuestro campo, el surgimiento del software CAD generó una inquietud similar. Muchos creyeron que los arquitectos serían reemplazados, al considerar que su único valor era saber dibujar planos. Pero con el tiempo, el CAD no reemplazó al arquitecto: simplemente desplazó el foco del dibujo hacia el pensamiento.

Las exigencias de calidad aumentaron, y el arquitecto pudo concentrarse en aquello que realmente define su oficio: la conceptualización, el diseño, las estrategias de proyecto, la gestión y los procesos constructivos.
Estos ejemplos nos muestran que la tecnología no elimina las fuentes de trabajo. Solo redefine lo que significa hacer las cosas bien, y nos permite dedicar tiempo a los aspectos que más valoramos como humanos.
Ahora, muchos temen que la inteligencia artificial elimine la profesión del renderista. Y la pregunta que comienza a circular en todos los espacios es: ¿estas nuevas herramientas nos van a desplazar?
Mi respuesta es sí… y no.
Como ocurrió con la aparición del software CAD, ya no fue necesario que hubiera tantos arquitectos exclusivamente dedicados al dibujo. Pero eso no significó que el dibujo desapareciera. Sobrevivieron aquellos que dominaron mejor el lenguaje técnico y que, además, lograron especializarse en otras áreas del proceso.

De forma similar, semana a semana recibo correos y mensajes de renderistas jóvenes ofreciendo sus servicios. Muchos de ellos aún están en proceso de perfeccionar su técnica, y me es fácil anticipar que una gran parte de estos perfiles podría quedar fuera del mercado, sobre todo cuando plataformas como LookX AI o PromeAI ya ofrecen resultados visuales similares por un menor costo y en solo unos minutos.
Sin embargo, también sabemos que el desarrollo de un proyecto se divide en distintas etapas: conceptual, arquitectónica y ejecutiva. Y estoy convencido de que estas plataformas de IA pueden cubrir satisfactoriamente gran parte de la etapa conceptual.
Incluso en mi experiencia, algunos clientes ya no nos buscan para esa fase inicial. Pero cuando llega el momento de producir los renders finales, siguen encontrando valor en lo que hacemos. ¿Por qué? Porque podemos controlar hasta el más mínimo de los detalles: el modelado, los materiales, la iluminación, la atmósfera.
De hecho, en muchos casos, la IA ha facilitado nuestro proceso. Los clientes nos entregan sus planos y las imágenes generadas por IA como referencia, lo que acorta significativamente la fase de correcciones, ya que buena parte de las decisiones visuales ya fueron tomadas previamente.
Y aun cuando la tecnología avance al punto en que pueda perfeccionar cada detalle visual, seguirá habiendo algo que no podrá replicar: la intención.
Porque un render no es solo una representación de cómo se verá un espacio. Es una imagen capaz de transmitir cómo se vive ese espacio. Es ahí donde radica la diferencia entre una imagen generada y una imagen creada.

Para mí, basta con ver el trabajo de oficinas como Visulent, a cargo de Britta Wikholm, o State of Art, donde no se busca únicamente el realismo bruto, sino una narrativa visual con carga artística. Sus imágenes dirigen la mirada, evocan emociones, sugieren atmósferas.
El surgimiento de la inteligencia artificial representa, en realidad, una gran ventana de oportunidad para quienes amamos el modelado 3D y el rendering. Nos invita a elevar no solo el nivel técnico de nuestro trabajo, sino también a adentrarnos en otros mundos: el arte, la fotografía, la composición, la cinematografía…
En cada uno de ellos podemos encontrar herramientas simbólicas y conceptuales que alimenten nuestras imágenes. Que les den peso, intención, dirección.
Y es así como el renderista, en lugar de desaparecer, puede transformarse en algo más: en un 3D Artist. Uno que no solo intenta imitar una fotografía, sino que, al igual que el barista dibujando un oso en la espuma del café, impregna corazón, pasión y sentido en lo que hace.